Yo no soy de esas personas que andan por la vida diciéndole locos
a los que no comprenden, tal vez porque a mí gran parte de mi vida me han
tildado de loca. Aún recuerdo las tremendas cachetadas que me acomodaba mi mamá
cuando le salía con alguna de mis ideas novedosas o con alguna de esas preguntas
incómodas que en un rancho, pues a nadie más se le pueden hacer y si así mi
mamá me gritaba “¡estás loca!” y zas, me sorrajaba el chingadazo en pleno
hocico, imagínate como me hubiera puesto mi papá si le saliera con los chistesitos,
que bueno; ni para qué hablar contigo de eso, que eso todito tú te lo sabes de
sobra y no te vayas a ofender; pero yo creo que tu si estás un poquito loco, te
lo digo en confianza, digo; creo que entre tú y yo puede ya haber confianza de
sobra.
En fin, al mal paso darle prisa, en primera me aventé a
hacer lo del voto de ceguera porque era una de esas ideas “locas” que tenía
desde chiquita ¿Cómo sería la vida de un ciego?. Me encantaba ayudarlos en la
calle, la verdad más por morbo que otra cosa, es que, siendo honesta; había
momentos en que los ojos me daban un poco de asco, esa bola viscosa que segrega
lagañas es muy rara, parecen estar vivos a parte del cuerpo. Una vez de pequeña
me entró la curiosidad por sacármelos, que ni lo intenté, porque pensé que si
me los sacaba aparte de que me iba a doler un chingo, mi papá me iba a poner
una madriza de aquellas que me iban a dejar sin poder sentarme en un mes; pero
bueno, la segunda razón porque me aventé con el voto de ceguera, era porque la
verdad sentía que a todas las hermanas en el convento, yo les caía gorda. Las
veía siempre como se callaban justo cuando yo llegaba y hasta se cambiaban de
postura como que estaban dizque muy ocupadas. Hasta en el convento soy media
antisocial, a la mejor yo tengo el problema; pero pues eso no es cosa de
discutir aquí…
Le dije a la madre superiora que eso de no ver, me haría ser
más comprensiva con las carencias, quedarme sin un sentido tan vital me daría
más humildad para afrontar la parte dura de la vida. Y pues, me puso mi vendita
bien apretada, a veces me dolía la cabeza; pero me aguantaba, la verdad me
gustaba, así no tenía que verme los ojos en el espejo, satisfacía mis
curiosidades que de niña nunca me pude satisfacer, y mejor aún: Ni me daba
cuenta cuando las otras hermanas me hacían algún desplante, así que ya no me sentía
como la paloma enferma de la parvada.
Mi trabajo era sencillo, tenía que ir a la cocina todos los
días por el plato que la hermana Bertha me iba a dar, siempre olía bien feo,
así como entre a frijoles acedos o como entre a carne media pasada y lo
llevaría arriba, al piso donde sin mi venda, jamás pude subir. Ahí según esto
teníamos un perro que habían recogido de la calle; entonces, yo le dejaba el
platito, por un hueco en la puerta. Ahí arriba olía más feo todavía, la hermana
Bertha decía que era por las cacas del perro, que yo me callaba; pero bien que
pensaba “Cochinas, pobrecito animal, que ni limpiarle pueden, ya me imagino a
ellas viviendo en sus cuartos con caca embarrada en las paredes” y me tenía que
ir a ayudar en otras cosas abajo.
Siempre que le pedía a la hermana Bertha que me diera
permiso de acariciar al perrito me decía “N´hombre, ´tás loca, te va a morder,
si lo tenemos ahí arriba nomás por caridad de que no vaya a andar mordiendo
gente y pus pa’ que no se muera ahí solito en la calle”; pero yo no le tenía
miedo al perrito, cuando subía siempre lo oía hacer ruidos como de que algo le
dolía, estaba muy raro. Yo pensaba que hasta le habían pegado, y como en una
ocasión que a mí se me calló una botella de vino que le iba a llevar al padre Germán
cuando visitaba a la hermana Judith, la hermana Bertha me quitó el hábito y me
puso una jaloneada de greñas que hasta como licuadora me vi, pues me imaginé
que el pobre perro había hecho una travesura y le habían puesto su buena zarandeada.
Me dio lastima.
Yo creo que eso también ya lo sabes todito; pero igual te lo
cuento. Días después de imaginarme las calamidades por las que podría pasar el
pobre animalito, me decidí a salirme en la noche de mi cuarto y subir a
acariciarlo un poquito, total, si me mordía, no pasaba de que quien sabe y nos
corrían a los dos del convento, a mi por andar de rebelde escabulléndome por el
lugar como rata y a él por agresivo. Pues como que realmente me podía más eso
de que el animalito necesitara cariño… Así que, ahí iba yo, toda bruta como
diario con el miedo de que pudiera tirar algo en el camino y antes de llegar a
con el animalito, me anduvieran cachando en la movida y me pusieran mi buena
castigada. Luego a la madre superiora se le ocurren cosas medias raras, como
esa vez que a la hermana Tania la encueró en el patio y la mojó con agua fría
para dejarla ahí toda la noche en el frío, nomás porque le habían encontrado
una foto de un muchacho de esos de las revistas que salía en calzones.
Pos en fin, para no andarla regando, que me quito la vendita
así se jalón y hasta me ardieron los ojos, cabrones, me daban ganas de sacármelos
en ese rato; pero pos bueno, el perrito merecía el sacrificio. Ahí iba yo, toda
apendejada por el ardor, pero medio veía todo y así era más fácil llegar sin
hacer tanto ruido.
Subí casi gateando las escaleras, entre que me ardían los
mendigos ojos y entre que no quería yo hacer ningún ruidito, me sentía como
gato o como rata buscando comida en la alacena, ya ni sabía yo que chingados
era… La puerta estaba cerca, y empecé a oír otra vez el gemido “pobrecito
chuchito” le dije, mientras estiraba la mano para abrirle a la puerta, olía
horrible, hasta me dieron ganas de vomitar, en la mañana no olía tan feo.
Llevaba ahí una semana el pobre perro, y ya parecía aquello como matadero de
rastro, hedía a pura cochinada.
Ándale que la puerta estaba cerrada con llave, intenté
empujarla, pero como era de madera gruesota gruesota, pues ni en chino podía yo
con mis 67 kilos quitarla a la chingada… Así que me agaché y metí la cabeza por
el agujero por donde metía siempre el plato. Ese, fue el momento más feo que he
pasado hasta entonces, te lo juro, bueno, ya sé que eso de jurar está mal;
pero habías de dispensarme esta, porque de verdad que estaba feo feo el asunto.
No era un perro, era una muchacha o eso parecía, que no tenía un brazo, estaba
toda sucia y como que no tenía lengua tampoco, porque abría la boca y gemía; pero no
salía nada más de ahí, estaba amarrada de los pies, lloraba estirando la mano
hacía a mí como suplicando que la dejara salir, tenía la cara toda llena de
sangre seca, los cabellos hechos una maraña. Solté un gemido de susto, me
imaginé que estaba viendo una alucinación por haber tenido tanto tiempo la
dichosa vendita en la cara, porque por primera vez vi unos ojos que no me daban
asco, por el contrario, me decían con una ternura que jamás me había imaginado “Ayúdame
por favor, ten piedad de mi”.
Recordé miles de rezos, y los repasaba en la mente. No sé cuánto
tiempo pasé ahí mirando; pero a mí me pareció una eternidad, a lo que vi,
estaba todo lleno de mugre, había excrementos, charcos de orines, y lo peor,
otro cuerpo tirado a unos metros de la muchacha, parecía otra mujer; pero no se
movía, la única vida que se notaba en ella era la de las moscas que la
revoloteaban, estaba muerta y qué bueno que no le vi los ojos; esos si me
hubieran aterrado.
Cuando reaccioné, saqué la cabeza del agujero, me paré y
pendejamente, bajé las escaleras gritando “¡Ayuda, madre Teresa, hermana Bertha,
auxilio hay una muchacha encerrada en el piso de arriba, auxilio por favor, que
alguien venga!”. Iba hecha la chingada hacía la habitación de la madre
superiora, cuando de pronto, así; como cuando le da a uno un calambre, sentí y
oí un chingadazo seco y rápido en la frente, me caí para atrás y no alcancé a
reconocer quien era, estaba toda mareada; pero era la silueta de una de las
hermanas, tenía hábito; y sin decir nada levantó el tubo que tenía en la mano,
de seguro era el mismo con el que me había acomodado el primer golpe; porque lo
dejó caer con su fuerza sobre mi cara, ahí dejé de sentir mi cuerpo, creo que
habré dejado de llorar, no recuerdo haber rezado nada en ese momento. No tenía
cabeza para ello, literal.
Y pues, como te insisto a cada rato, todo esto tú ya te lo
has de saber con un detalle que ni me imagino; pero supongo que es el protocolo
de ley cuando uno está aquí en frente de ti, contarte cómo es que uno percibe el
momento… Nomás me queda la duda pues: ¿Me vas a dejar entrar al cielo diosito o
es que el perrito ese ya me mandó a la condena?.
Jonathan Méndez
El Punto final, es simplemente un freno. De uno depende convertirlo en punto y seguido.