He visto como al escurrirse las gotas de lluvia en las
ventanas, de pronto chocan unas con otras, se absorben, de ser dos se convierten
en una gotota fuerte que corre más rápido, al final puede hacerse más grande o
simplemente colisionar en la base y partirse de nuevo en un montón de gotitas
evaporables en segundos…
Me enamoré una vez y cuando lo recuerdo me gusta mirar el
agua, aunque sea mineral con brandy barato en un vaso desechable… Imagino que yo era una
gotita lenta, escurriéndose por un cristal enorme que llamamos vida.
Tenía 17 años, y de verdad que jamás había ni siquiera besado a otro ser humano, de todo tenía miedo, como un perrillo de esos chihuahueños, nomás que yo no temblaba todo el día. Me daba miedo hasta levantarme en las mañanas y encontrarme con mi madre, siempre tenía algo nuevo que reprochar y yo siempre tenía una nueva fantasía de una muerte dolorosa en su contra.
A veces incluso hacía cosas que me dañaran mientras desarrollaba tareas que ella me encomendaba, en una ocasión recuerdo que cuando me pidió sacar de la parte de hasta arriba de su closet las cobijotas esas pesadísimas para el frío, a propósito me dejé caer de la silla y no metí las manos, vaya que me dolió encabronadamente la rotura de hocico; pero eso la hacía sentir culpable y yo ahí encontraba mi satisfacción, si no podía vivir vistiendo como soñaba, escuchando la música que quería sin oír reproches, salir los fines de semana (aunque fuera) con mis amigos de la escuela, dejar de ir a misa los domingos a que me pellizcaran cada que no que me quería hincar o mirarle a los ojos directo y decirle sin temor a recibir un moquetazo certero a la jeta – Mamá, me gustan los niños-. Ella tendría que sufrir a causa de mis males, tenía que sentirse culpable de alguna manera por ser una carcelera egoísta…
Pero en fin, me estoy desviando un poco del tema. Cuando me enamoré, lo hice como todo un adolescente pendejo y reprimido que se masturba antes de dormir pensando en celebridades.
Mi madre me había regalado una computadora, con el pretexto de que la necesitaba para estudiar, ahí conocí un mundo extenso de cosas inimaginables dentro de los muros fríos de la casona donde vivíamos, el internet me regaló pensamientos, ideas y porno que jamás había imaginado; y por supuesto, le conocí a él.
Redes sociales, eso era la moda y él en su perfil siempre compartía fotografías de su vida, allá lejos en una gran ciudad, salidas con amigos, ropa de moda, música alternativa… Las charlas en el chat develaban su crecida y despreocupada manera de ver la vida, era 5 años mayor que yo, universitario, amaba el tabaco durante la temporada de lluvia, bebía los fines de semana generosamente, conocía el sexo tan bien como una prostituta y eso sin jamás nunca haber cobrado por ello. Usaba drogas de vez en cuando, para diversión “obviamente”.
Y yo, babeaba en las noches por él, imaginaba su olor, el calor de su cuerpo, la nitidez de su mirada… Me veía con él, allá en la gran ciudad, viviendo juntos, trabajando para pagar nuestros estudios, bebiendo cada noche de los sábados hasta caer dormidos desnudos, abrazados uno del otro, aprendiendo a vivir de verdad, viviendo su vida, siendo LIBRE.
Pegaba a mi pecho la fotografía que había impreso de él en el cibercafé de la escuela, imaginaba una y otra vez como sería el momento de verle a la cara y decirle, ya no por chat, sino ojo a ojo, aroma a aroma –Eres mi héroe, mi salvación, mi ilusión de un amor-
Me hacía bolita, lloraba un poco, me masturbaba y dormía…
Tenía 17 años, y de verdad que jamás había ni siquiera besado a otro ser humano, de todo tenía miedo, como un perrillo de esos chihuahueños, nomás que yo no temblaba todo el día. Me daba miedo hasta levantarme en las mañanas y encontrarme con mi madre, siempre tenía algo nuevo que reprochar y yo siempre tenía una nueva fantasía de una muerte dolorosa en su contra.
A veces incluso hacía cosas que me dañaran mientras desarrollaba tareas que ella me encomendaba, en una ocasión recuerdo que cuando me pidió sacar de la parte de hasta arriba de su closet las cobijotas esas pesadísimas para el frío, a propósito me dejé caer de la silla y no metí las manos, vaya que me dolió encabronadamente la rotura de hocico; pero eso la hacía sentir culpable y yo ahí encontraba mi satisfacción, si no podía vivir vistiendo como soñaba, escuchando la música que quería sin oír reproches, salir los fines de semana (aunque fuera) con mis amigos de la escuela, dejar de ir a misa los domingos a que me pellizcaran cada que no que me quería hincar o mirarle a los ojos directo y decirle sin temor a recibir un moquetazo certero a la jeta – Mamá, me gustan los niños-. Ella tendría que sufrir a causa de mis males, tenía que sentirse culpable de alguna manera por ser una carcelera egoísta…
Pero en fin, me estoy desviando un poco del tema. Cuando me enamoré, lo hice como todo un adolescente pendejo y reprimido que se masturba antes de dormir pensando en celebridades.
Mi madre me había regalado una computadora, con el pretexto de que la necesitaba para estudiar, ahí conocí un mundo extenso de cosas inimaginables dentro de los muros fríos de la casona donde vivíamos, el internet me regaló pensamientos, ideas y porno que jamás había imaginado; y por supuesto, le conocí a él.
Redes sociales, eso era la moda y él en su perfil siempre compartía fotografías de su vida, allá lejos en una gran ciudad, salidas con amigos, ropa de moda, música alternativa… Las charlas en el chat develaban su crecida y despreocupada manera de ver la vida, era 5 años mayor que yo, universitario, amaba el tabaco durante la temporada de lluvia, bebía los fines de semana generosamente, conocía el sexo tan bien como una prostituta y eso sin jamás nunca haber cobrado por ello. Usaba drogas de vez en cuando, para diversión “obviamente”.
Y yo, babeaba en las noches por él, imaginaba su olor, el calor de su cuerpo, la nitidez de su mirada… Me veía con él, allá en la gran ciudad, viviendo juntos, trabajando para pagar nuestros estudios, bebiendo cada noche de los sábados hasta caer dormidos desnudos, abrazados uno del otro, aprendiendo a vivir de verdad, viviendo su vida, siendo LIBRE.
Pegaba a mi pecho la fotografía que había impreso de él en el cibercafé de la escuela, imaginaba una y otra vez como sería el momento de verle a la cara y decirle, ya no por chat, sino ojo a ojo, aroma a aroma –Eres mi héroe, mi salvación, mi ilusión de un amor-
Me hacía bolita, lloraba un poco, me masturbaba y dormía…
Esa, es la mejor sensación que he tenido jamás, la imagen
más fiel de la esperanza. La ilusión, el sueño de la libertad; porque luego no
sé como jodidos definir la libertad, y seguro que no está en mi vaso de brandy
ni en el amigo de Alberto que se quedó dormido en la sala cuando se le bajó el
efecto de la cocaína. Lo más maravilloso fue pensar por un instante o por
varios, perdone usted lector, es que estoy muy pedo ya, que podía salir de mi cárcel
y ganar.
Que podía tener una personalidad envidiable; porque yo envidiaba, por eso creía que alguien más la envidiaría, y quizás sí, no sé; pero pobre de quien envidie algo que no conoce en concreto.
Que podía tener una personalidad envidiable; porque yo envidiaba, por eso creía que alguien más la envidiaría, y quizás sí, no sé; pero pobre de quien envidie algo que no conoce en concreto.
Y es que esa búsqueda por la libertad o lo que uno entiende por libertad, le hace a uno tropezarse y darse caaada madrazo, no como los que me ponía yo para espantar a mi madre, hablo de los emocionales, de esos que si pegan duro y te dejan traumas, reacciones predeterminadas que lo acercan a uno a una locura que raya en lo tierno… Y entonces uno se puede perder y convertirse en su propio esclavo; porque al final reacciona uno no por amor, sino por el interés personal, cosas que se crea en base a lo que uno aprende tras los barrotes de su cárcel, por sí solo, egoísmo. Y la libertad para nada está ligada, creo yo, al egoísmo.
¿Qué pasó después?
Eso ya es cuento de verdadero drama y el punto de hoy es la
reflexión, sólo te platicaré querido lector, que cuando él viajó a mi pueblo
para vacacionar y cogerme, perdón, conocerme.
Yo sentía la fortaleza suficiente para entrar a la casa gritándole a mamá
-¡Me largo con él, le amo, el me ama y ya no viviré miserable esperando a que mueras!-
Pero no, al llegar a mí ni me miró y solo dijo mientras encendía un cigarro.
-¿Dónde podemos conseguir una rayita en este mugriento rancho? estoy crudo hasta la madre y el pinche asiento del autobús me sacó comezón bien culera, Adolfo me volvió a pegar algo, el puto mayate se mete con pura vestida de la calle.
Yo sentía la fortaleza suficiente para entrar a la casa gritándole a mamá
-¡Me largo con él, le amo, el me ama y ya no viviré miserable esperando a que mueras!-
Pero no, al llegar a mí ni me miró y solo dijo mientras encendía un cigarro.
-¿Dónde podemos conseguir una rayita en este mugriento rancho? estoy crudo hasta la madre y el pinche asiento del autobús me sacó comezón bien culera, Adolfo me volvió a pegar algo, el puto mayate se mete con pura vestida de la calle.
Se escurre, esa pobre gotita en el cristal de la sala se va escurriendo, quizás se estanque en la base y ahí se evapore pro la mañana… Pobresilla, se habrá preguntado alguna vez ¿Qué es la libertad?. La llamaré Pedro, como yo.
Jonathan Méndez
Dicen por ahí, que todos estamos locos, quizás sí; porque hay una locura que es tan adorable como enfermiza, le llamamos normalidad.